miércoles, noviembre 30

Prólogo: la pequeña anécdota de la llave.

_ Hola.
_ Hola…
_ …
_ …
_ ¿Sos vos, no?
_ Sí. Ya ni te acordás de con qué tipo pasás la noche…
_ Ah. Igual lo supuse porque creo que sentí tu perfume. Nunca me dijiste, aunque te lo pregunté un par de veces, dónde lo conseguiste.
_ ¿Por qué querés saberlo? ¿Tanto puede interesarte, Georgina?
_ Ayer, me quedé sola todo el día, toda la tarde en esta habitación. Charlando, sola, charlando con el velador.
_ ¿Por qué estabas así cuando llegué, Georgina?
_ No sé por qué. De pronto sentí una necesidad horrible de no salir nunca más de acá. Y creeme que no saldría si pudiera. Cerré la puerta con llave, guardé la llave en el cajón, te aseguro que sentí regocijo de hacerlo. Mientras lo hacía, lo hice muy despacio, contando los movimientos que hacía mi mano, mis dedos girando la llave, que además es la llave que más me gusta, es hermosa y antigua, y larga, y elegante, cuando sentí el sonido de la cerradura, el “chik” que avisa que ya está, que te encerraste, que te separa un abismo del mundo exterior, que empieza por el pasillo hasta la escalera, y sigue por la escalera hasta el salón, del salón al recibidor, del recibidor al frente de la casa, y de la casa a una calle infinita que no sabés dónde te va a dejar, porque las calles son como un colectivo, y uno es un idiota que se cree muy vivaracho sabiendo los nombrecitos de los cartelitos, como si eso lo salvara de perderse de verdad… Confieso que estuve nerviosa hasta que cerré la puerta. Cuando la cerré, de pronto tuve todas las respuestas a las preguntas de mi vida. Sentí a través de mis dedos lo firme que estaba la llave dentro de la cerradura, inmóvil, concentrada en esa tarea de parar el mundo con las manos. Sonreí, si vieras vos cómo. Como una idiota, o una loca, y mi cara era la de una mujer que ha perdido el juicio. Que ha perdido todo menos la llave que agarra firmemente entre sus dedos. Cuando me sentí a salvo de todo… la saqué de un tirón, y de pronto la sentí ligera… pero sola y confundida, como quien es abandonado a los pies de un orfanato muy poquito después de salir de un útero de esos que salen en las revistas, de esas modelos raquíticas y estrechas…
_ ¿A dónde querés llegar, Georgina?
_  Shhh, esperá, todavía no termino.
_ Me das miedo cuando empezás a hablar así.
_ Yo siempre te doy miedo, pichón. Creo que por eso seguís casado conmigo. Luis, espero date miedo para siempre. Espero que el miedo que me tenés se compare al miedo que tengo yo a salir de esta habitación. O el miedo que tengo a un día ser pobre y tener que salir de acá porque alguien más se quedo con mi casa, y tener que salir a la calle a trabajar, a pedir, a rogar por plata o comida. Eso me aterra, Luís.
Georgina, que nunca había sido una mujer ordinaria, lucía más loca últimamente. Luis siempre pensó que ella era una chiflada, una deficiente, una mujer que pendía de un hilo, y que con los años su locura crecería (Le duele admitir que todo lo que ahora vivía de sus delirios, lo anticipó a la tercer semana de casados, cuando Georgina empezó a insistir con que cambiaran su estilo de vida). Cuando el padre hizo el último empujón porque se casaran, la aventura que esa unión prometía pareció ser el único consuelo de Luis. La certeza de que con esa mujer hallaría no la soledad, y quizás no la felicidad, o quizás ni siquiera la realización, pero seguramente vértigo.
Ahora, en la cama, tras horas de hacer el amor, conversan acerca de cómo Georgina se había encerrado (y no sería la primera vez) para ponerse a salvo del mundo conocido. Luis y Georgina, por otra parte, lo que menos exploraban era el mundo conocido.
_ No me interesa conocer el mundo, Luís _ le dice Georgina, con ojos negros, melancólicos, de manicomio _ Acá… quiero estar acá con vos. El resto vemos… ¿sí? _ le dice, desorbitada, tocándole el mentón con la punta del dedo índice como una garra.
_ Bueno… _ dice Luis, dándose por vencido_  ¿Qué más pasó ayer, cuando…?
_ Nada. Conté los pasos, los que hay… los que hay desde la puerta hasta la mesa de luz. Uno… dos… tres… ¡No, dos y medio! Dos y medio si son pasos largos. Y hasta cuatro pasitos si son pasos muy cortos, “pasos económicos”. Hice todo con la llave entre mis manos. La agarraba, escudriñaba, ¿sabés? Como las ratas en los rinconcitos muy oscuros, tocaba la forma, cerraba los ojos y dibujaba en mi mente la llave, en mi cabeza. Era mi llave soñada… Cada paso… Cada milímetro, ¿sabés? Cada pequeña célula de la distancia que iba comiendo mi caminata… me sentía un año luz más lejos de todo lo que había al cruzar la puerta. Seguía riendo, como cuando reía de chica con mi hermana, cuando jugábamos a esconder las cosas. ¡Jaja! Qué risa. Abrí de una forma muy piadosa el cajón de la mesita de luz…  y dejé caer la llave. Y mi mano se sintió rara, y empezó a temblar como si sintiera frio después de soltar una cosa tan necesaria y útil como una llave. Se sintió vacía, ¿sabés como se sintió? Como si alguien hubiera contado todos sus secretos. Todos los secretos que hay dentro de mi mano. Sintió como si tuviera que ponerse  a salvo del frío que hay afuera… ¡Jajá, no te rías!
_ No me río… _ pero los dos sonreían, y Georgina reía con una sonrisa perfecta, pura, de mujer mariposa o fuego ardiendo. Una luz tenue, la de siempre pululaba entre las sabanas, esculpiéndolas con la forma de la desnudez subyacente, y toda la enorme cama era a la luz del sombrío velador un recipiente lleno de yeso que aguardaba a un artista creador. Las pieles blancas de Luis y Georgina se confundían con lo espeso del blanco, salvo por el pelo negro azabache de ambos. Comenzaron a besarse, y antes de coger otra vez más, y mientras Georgina trepaba el enorme cuerpo hasta una oreja nerviosa, Luis, en vez de aprovechar que su mujer al fin había hallado el silencio masticando su oreja… decidió continuar. Siempre decidía hacerlo.
¿Por qué se quejaba cuando Georgina hablaba como hablaba? Él lo pedía, finalmente él lo pedía. Algo en ella reanudaba los votos de aventura que habían hecho en el altar una y otra vez, cada vez que en estos raptos Georgina declamaba los hechos, crónicas y aguafuertes de una mente enferma.
_Ahh…
_ Ahgg…
_ Y… ¿qué pasó al final…?
_ Me empecé a tocar. Mucho…
_ ¿Mucho?...
_ Sí… No puedo describir el miedo que sentí… Ah…
_ ¿Miedo? ¿Mucho miedo?
_ Quería que llegaras… que encontraras la puerta cerrada y me gritaras… Y gritaras mi nombre, quería escucharte decir “Georgina” y preocuparte… ah… Me saqué la bata y me acosté en la cama… y empecé a jugar a que mi mano era una llave. Y cuando me la metí otra vez hubo calor, y otra vez hubo secretos, y otra vez me sentí bien... ah…ahhh…
_ Estás loca.
_ Sí. Porque no me interesa nada más que poder guardar mis secretos… acá… ah ah ahhh…
_ Loca… loca… ¡Loca, loca, loca!
_ Ahhh…. Ah… Agg…
Con esa ya iban cinco veces que Luis se cogía a Georgina desde hacía ocho horas. Comenzó a sentir muchísimo hambre, y después de todo, se acercaba la hora del desayuno. Detrás de unas profundas cortinas que siempre permanecían cerradas, un sol caluroso empezaba a lamer con cuidado la punta de los techos, como si se tratase de un niño  y un chupetín. Pero el cansancio, a pesar del enorme y doloroso vacío en la boca del estómago, logro dormir a Luis. Georgina se quedó agotada también. Pero despierta. Muy despierta. Toco su entrepierna, su vagina secreta, y solo cuando confirmó que sus deseos habían sido ahogados por un maremoto de espermatozoides caníbales, pudo levantarse, colocarse una larga bata roja de seda (Regalo de Luis para el decimo aniversario) sacar la llave del cajón de la mesa de luz (esta vez, solo una llave, que tomo como si nada, como quien toma entre sus manos un pedazo de arcilla) y abrió las puertas de par en par. Miro hacia el fondo del ancho pasillo, elegante, lleno de detalles y de arte, y de colores apetitosos.
Se volvió hacia su amada habitación. Perfecta, la mejor habitación del mundo. Los cuadros que se aferraban a las paredes, la alfombra que cubría aquel trozo de suelo, las ventanas al fondo, perfectamente oscurecidas por el grueso terciopelo azul marino, solo una luz, la del tenue velador que se zambulle en la cara angulosa de fina nariz y pómulos pronunciados que hay debajo de esa saludable masa de cabello negruzco.
De pronto las ganas de a poco volvían. Saldría a la calle. Se vistió muy coqueta, avisó a la mucama que desayunaría afuera y tomó la calle amplia que de a poco se iluminaba e iba abandonando el frío. Iría a la confitería de siempre, donde encontraría quizás a las amigas de siempre. ¿Encontraría algo nuevo esta semana? Mientras se alejaba de su hogar y de su habitación, la embargaba de a pasitos un repentino y risueño espíritu aventurero.