domingo, enero 1

Ernesto comienza su visita.



Ernesto no era solo un “primo de Mica”. De hecho, no era el primo, si no que su familia y la de Mica se conocían desde hacía mucho, y a los doce años Mica lo había visto nacer. Había nacido un día lluvioso de noviembre del 93´, a las 22:20 de la noche, y su madre casi muere en el parto, que duró tres horas.
Ahora tenía diez y ocho bellos y maravillosos años la tarde en la que participó nuevamente de las reuniones de amigas de Georgina en la confitería de siempre.
Era cierto, solo a un joven como Ernesto lo dejarían entrar a un ámbito así. Como los demás participes de la conversación (todas mujeres, muy bonitas, distinguidas, y exceptuando a Georgina, bastante tontas) había nacido en una familia de muchísimo dinero, que había terminado de superar un horrible momento de inestabilidad económico-financiera la noche en que sus padres lo habían concebido. Era todo lo que se puede esperar de un joven con clase. La pulcritud en las manos, la piel luminosa, la sonrisa perfecta (luego del disgusto de haber tenido que usar aparatos durante la pre-adolescencia), una estatura considerable. Un Dios amanerado y coqueto le había cincelado una cintura fina; le había dado hombros considerables, y sobretodo manos, porque los escritores las necesitan, y Ernesto deseaba con toda su alma, más que ninguna persona que ha existido en la historia, ser como los grandes escritores.
Era un ávido no solo de la lectura, sino de todo lo que pasaba a su alrededor. En aquel entonces estaba fanatizado con la poesía de Poe, con el CBC de letras de la UBA, con la idea de entrar al PC casi por diversión, con el erotismo de la obra literaria de Georges Bataille, y con un despertar sexual retrasado, que erosionaba de a cuenta gotas, una gota cada día, su virginidad de armadura.
Ese chico, de pelo castaño claro, voz melodiosa y excelentes modales con las mujeres grandes que admiraba en la mesa, había comenzado a hablar con Georgina hacía unas cuatro sesiones matutinas en la confitería (o sea, desde hacía cuatro semanas). Maravillado con esta, con sus conocimientos sobre arte y sobre la belleza, y frases elocuentes que tenían el constante incienso que envuelve las invitaciones, casi comete la torpeza de pensarse enamorado de una mujer mucho mayor que él; y aunque la sola idea lo preocupó, le pareció divertido imaginarse con bata de seda y pipa, recostado en un lujoso sillón en la casa de Georgina.
_ ¡Me encanta este chico! _ le había dicho Georgina a Mica _ Puede venir a ver mi biblioteca cuando quiera.
Para suerte de Georgina, que siempre tiene una habilidad estratégica para decir cada cosa en el momento indicado, algunos días después Mica animaba a Ernesto a ir. “Georgina es divina, ¿por qué no aceptas su invitación?”. Primero Ernesto había declinado la invitación de Georgina, pero algo, una llamada sencillamente nacida del azar, (todo lo que nace de él tiene la impronta de la bastardía, de un jorobado deforme arrojado al mundo para sorprender o aterrorizar la vida de los hombres, o alterar de un golpe sus rutinas) le avisaría que sus compromisos debían ser cancelados, y en lo posible pasados para la tarde del día siguiente. Esa llamada era de su novia.
Quince minutos después de que Georgina cortara la llamada en el teléfono público, su celular sonaba.
_ Hola… ¿Georgina?... Soy Ernesto, el primo deee… bue, de Mica. Ernesto, ya sabés. Mirá, se me canceló lo mío esta noche… ¿Puedo ir a tu casa?
Así que la cita fue por la noche.

_ ¿Qué estás haciendo?
_ Dormimos toda la tarde. ¡Más de la cuenta! Me estoy preparando. Me bañé.
_ Veo…
_ Y ahora me estoy limando las uñas, me pongo cremas _ Georgina sonríe mientras va enumerando. Luis se mira el cuerpo con algo de vanidad; la tenue luz de la lámpara hormiguea sobre su pecho. Hoy vendrá el muchacho. ¿Por qué su esposa está tan eufórica? ¿Llegará el día en que otro hombre se equipare a él en la vida de su esposa? Pero de qué hablás, Luis. Vos no sos celoso. Sos un tipo con clase, con mucho dinero, que tiene la posibilidad de no hacer absolutamente nada, es decir, de vivir la vida del único modo en el que merece ser vivida: haciendo nada, estando tranquilo, teniendo todo el sexo del mundo y más, hasta hartarse, hasta estar fundido en esa pasta que supone el sexo; sí, sos un tipo feliz, y no sos celoso para nada ¿No ves que sos más libre que cualquier mortal en kilómetros a la redonda? Hora de arreglarse, vos también tenés que hacer un esfuerzo por levantarte. Lo haces, notas que tenés hambre (Es la ansiedad). Comparte el espejo con su mujer, y es como compartirla a ella. ¡Se le antojan tan divertidos estos juegos de dobles de los que habla tanta gente! Se coloca un ambo interesante, color negro, de terciopelo negro. Qué bien le queda. Se besan, y la otra pareja del espejo también, y bastante parecido.
_ ¿Cómo hacés para que todas las mujeres te regalen perfumes? _la pregunta de Georgina irrumpe en el beso, ella lo irrumpe todo.
_ Porque les hago saber… que me encantan los perfumes. Los olores. Los olores de casi todas las cosas pero, las fragancias de los perfumes sobretodo. Además con los frasquitos, lindos, y todo eso...
_ Ajam, así tan fácil… Se los hacés saber…
_ No. Después gestiono que efectivamente sean mujeres en el fondo de lo más infelices, o que antes de mi tenían una felicidad convencional, muy típica, y entonces les doy todo el amor que no les dio el papá, o la mamá, o la ex pareja, y ahí me doy cuenta de que puedo pedirles lo que quiero. Y así, solo así, se es feliz cuando cogés con alguien y no estás enamorado. Si hacés eso… Es tuyo. Tuyo.
_ Qué interesante. Pero qué cruel. No hay nada más cruel.
_ ¿Cruel? Doy amor.

Tocan a la puerta. Mabel lo hace pasar, luego de eso el señor y señora le avisan que puede retirarse. Del resto se encargan ellos, en soledad.
Pero al abrirse la puerta y luego cerrarse, ha entrado con el muchacho un viento negro y helado.
_ Hola, ¿cómo estás? Mucho gusto, ¿usted es el esposo de Georgina?
_ ¡Irrespetuoso! ¿Cómo me lo tratás de usted?... Tuteanos a los dos. Él es Luis.
Luis lo mira un minuto. En un hermoso silencio, lo saluda con una cordialidad exagerada, parecida al miedo de un rehén, y pasan al comedor. Todo está servido. Acostumbran a poner música cuando vienen las visitas. Sí, juegan a ser dos bacanes de película, de esos que escuchan música clásica en el comedor, a Bach. Pero hoy lo han olvidado… ¿por qué esa parte del ritual se ha reemplazado con este silencio que lo colorea todo? El chico trajo esto. El chico es como un caballo de Troya, puede sentirse en el aire.
_ Tomá asiento.
Ernesto lo hace. Es tímido, y adorable. Lentamente, serio, callado, se ubica cerca de sus amigos. Es impresionantemente bonito, con esa belleza agresiva, opulenta, pero matizada y sofocada por una ternura poco común, realmente no dan ganas de enfiestarse con él, dan ganas de llorar mientras se lo desnuda.
_ ¿¡¡¡Cómo estás, Ernesto!!!? ¡Qué sonrisita que tenés! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué lindo que estés hoy acá!
_ Gracias querida. Tu casa es divina.
_ ¿Viste?
_ ¿Hace cuánto viven acá?
_ Desde que nos casamos. Fue un regalo de parte de nuestros papás. Todos los días… recuerdo la primera noche que pasamos acá.
Georgina mira a Luis. Luis está poseído, ido, no deja de mirar a Ernesto como con sospechas, y Ernesto, tarde o temprano, mira a Luis, como al hombre de la casa, aquel que podría matarlo o echarlo, o gritarle, u ordenarle cosas. ¿Por qué piensa así de un hombre que acaba de ver? ¡Qué ridiculez! Los dos son divinos y hermosos. Sobretodo Georgina. No, sobretodo Luis. Qué hombre bonito…
_ Llovía mucho. ¿Te gusta la lluvia?
_ Me encanta. El día en que nací llovía.
_ ¿Sí, sabés eso? Qué hermoso. ¿De noche o de día?
_ De noche.
_ Sos un soñador.
_ Sí, ja, ja, seguramente.
_ ¡Qué hermoso!...  Me gusta la gente soñadora. Yo soy soñadora. Te decía, recuerdo la primera noche que pasé acá con Luis. Estábamos muy cansados porque, nosotros vinimos a vivir acá… de una. O sea, terminó el casamiento y una limusina preciosa nos trajo. Llovía mucho y hasta que llegué a la casa desde el coche el vestido se había empapado, y los dos estábamos mojados. ¿Y sabés qué? Me pregunté si llegar a la casa en esas condiciones, con lluvia, sería un buen augurio para nosotros dos…
_ Qué lindo eso.
_ Comé, comé, comamos. ¿Vos amor, no decís una palabra?
Efectivamente, Luis no decía nada. No podía decir una palabra. ¿Qué era este intruso? ¿Qué hace acá?
Disculpen, necesito ir al baño, creo que estoy un poco mareado. Estoy bien, sigan comiendo. Eso, me voy. Tengo que irme al baño, sí. Acá, así…. Ahhh… algo de alivio, no puedo verlo más… ¿Qué pasa conmigo?... ¿Qué pasa conmigo? ¿Quién es él? Sí, lo sé, el primo, o no sé qué, de esa pelotuda… Ahh, Dios… ¿Qué pasa? Tengo que volver.
Luis abrió la puerta, y calculó más o menos un minuto entre que cerró la puerta y caminó hasta el comedor, donde había dejado a su mujer y al intruso.
Ya nada importaría a lo largo de la noche, y evidentemente no sería una noche divertida. Luís estaba celoso. ¿Cómo era posible? Desde muy jovencito la monogamia le había parecido un pretexto ridículo para justificar el miedo a la verdad. ¡Si un marido se acuesta solo con su mujer pero desea sexualmente a la amiga de la mujer, está siendo deshonesto! Por lo tanto, por qué no concluir en eso, está siendo mal esposo. Había conocido a su mujer, su tan adorada mujer, y recordaba la ocasión en la que decidió confesarle sus gustos antes del compromiso. Al principio decidió no exagerar, no dejarse llevar por los caminos de la asquerosa solemnidad. Invitarla a un picnic (eso, tratar el tema de encamarse con otros como un “picnic” ¡Qué gran idea! Recordaba la escena de El Club de las Divorciadas en la que el marido de Diane Keaton la lleva a pasar una noche romántica para poder decirle luego de hacer el amor que quiere el divorcio), el día estaba soleado, y todo estaba rico, y cuando Georgina cedió al romanticismo y luego de una siesta de quince minutos sobre el pasto verde brillante bajo los traviesos rayos solares, había deslizado la pregunta:
_ Georgina…
_ ¿Qué, mi amor?
_ En todo este tiempo nunca hablamos de los celos.
_ Exacto. Porque no hay motivo para hacerlo… ¿No?
Por un momento, pensó en dejar el asunto ahí, como si esa respuesta de su mujer fuera una especie de contestación elíptica. “No hay por qué hablar sobre el tema, no me importa que estés con otras, no soy celosa, vivamos con libertad”. Pero aprovecharse de eso más tarde sería plausible de la frase fatídica y poderosísima de toda mujer enojada en la que Medea, la “loca griega” como alguna vez definiría Luís, reencarna: “Sos un hijo de puta”. Y sí, lo sería, porque el perfil del hijo de puta suele coincidir con el perfil del gran cínico. Y pensar que solo por el hecho de que el otro nos ame y amemos sinceramente a los otros, no pesan nuestros terceros, cuartos y quintos encomendados a la diversión sexual, podría ser tomado como una muestra de cinismo.
_ Bueno, qué se yo… Cuando te engañe con otras no protestes, eh ¡Ja, ja, ja! _ bromeó Luís. Su plan en ese microsegundo (¿acaso su “micro plan”?) era, luego de que ella se riera del chiste, reincidir sobre el tema un poco más seriamente: “en serio, ¿qué harías si me vieras con otra mujer?”. Y a partir de ahí bancarse “la verdadera respuesta” estilo “Bueno, no, amor, obviamente que me romperías el corazón”.
_ Cuando estés con otras, no me vas a engañar. Cada vez que te miro entiendo que me amas con locura, como si fuera la púnica mujer, la única que conoces, la única con la que estuviste. Lo siento. No me podés mentir. Sé que podrías estar con cualquier mujer, ¿Sabías que? A veces creo que estás con otras mujeres. Que tu manía por cambiar de perfume no es más que una manía por rodar por varias camas, cada una con un perfume distinto, de cada una de tus majestuosas putas, que tienen tanto derecho como yo, de volverse locas con vos… ¡Ja, ja, ja! No me mires como si fiera bruja y te leyera el pensamiento. ¿Querés saber que voy a hacer cuando haya otras además de mí? Invitarlas a cenar, y si me descuido, tocarlas como vos lo hacés. Tocarlas mientras vos lo hacés. Te amo, Luís, desesperadamente. Ahora sé que esto y no otra cosa es el amor verdadero.
Luís quedó frío, aunque solo hasta que Georgina volvió a irrumpir su quietud con un beso, como siempre. ¿Sabía o no sabía de las otras? ¿Sabía que no podía evitar estar con otras mujeres? ¿Sabía que era uno de los seductores más grandes que el mundo había conocido y que las mujeres no podían evitar darle todo lo que siempre había querido, y que el juzgaba de idiota no aceptar lo que a uno le ofrecían? Perfumes, cenas, plata, caricias, camas, lo que fuera. Evidentemente aun no conocía del todo a esta mujer, a quien desde ese m0omento, amo más locamente que nunca. Porque no existe mayor gesto de amor que aceptar a un hombre con todo su harem incluido.
_ Volví, perdonen que hoy esté así. No sé qué me pasa.
_ Está bien amorcito. Ernesto me contaba que le encanta la casa.
Nuevamente miró a Ernesto. A este chico que lograba que por primera vez, Luís estuviera celoso. Luego miró a Georgina, estaba igual a aquella tarde en el picnic, el pelo le brillaba tanto que parecía que esa noche el sol estaba solamente en su pelo para oficiar de reflector.
_ ¿Pasa algo, Luís? No te ves bien. Sentate y comamos. Notaste seguro que Luis y yo no esperamos mucho para comer cuando llegan visitas, es que nos molesta un poco tanto ceremonial.
_ ¡Sí, eso es cierto! Cuando me dijiste “comamos, comamos” pensé “Qué raros son”.
_ ¡Ja, ja, ja! ¿En serio pensaste eso? Ay, qué alegría que me das, encanto. Decir que somos raros, que no nos parecemos a los otros… _ Georgina sonrió ampliamente, y una lagrima muy pequeña rodo por su cara hasta mojar un punto de su vestido _ Es el halago más grande que podés hacerle a otros, ¿sabías?
El rostro de Ernesto, no era otro que el que pone alguien cuando se percata de que quien tiene en frente es realmente muy extraño, y esa extrañes, se siente peligrosa, un enorme peligro. Georgina tomó el rostro de Ernesto con ambas manos, y se lo llevo a la boca, como quien tiene hambre y accede a darse el gusto de comer una cosa muy dulce y engordante. Ernesto no opuso resistencia en un primer momento, era demasiado joven, demasiado tímido, y estaba demasiado asustado. Es como cuando una persona se deja matar por una bestia el triple de grande que uno, porque sabe que ya no hay nada que hacer, que la cosa va a matar, que va a conseguir que nos postremos ante sus patas. Después sí, se resistió, contrajo la cara y se alejo unos centímetros, argumentando entre susurros nerviosos y con la cara roja y caliente, que no entendía lo que Georgina estaba haciendo, pero Georgina, que siempre sabe qué decir en cada momento, le hizo a Ernesto una poderosa confesión: que así como no espera mucho para comer, tampoco espera mucho para besar. Por eso es una mujer que vive libando entre placeres, con la cara llena de felicidad, sonríe de un modo en el que a Ernesto lo confunde, y se siguen besando.
Luís, mientras tanto, simplemente oficia de espectador.

Betty, la amante de Luís, se llama Lorena Souza. Había sido encontrada en una habitación de su casa que siempre se había usado para guardar los artículos de limpieza, una especie de alacena pequeña y oscura, a dónde las arañas iban a morir. Tenía un moretón en el lado derecho de la boca, un corte en un brazo y veintiún agujeros sepultaban la forma de su vagina.

miércoles, diciembre 7

Un nuevo visitante.

Esa mañana Georgina decidió usar el colectivo.
Se sintió extraña, fuera de sí, como si su alma hubiera incursionado en los viajes astrales tan famosos, en algún laberinto cósmico de Brian Weiss. Subió con sus hermosas piernas blancas y suaves, y al extenderlas para tomar los escalones como quien toma camarones de una fuente con una tenaza nueva y cara, notó los dolores y el cansancio que el sexo desgarrador con Luis había impreso en ella. Sí, también moría de hambre. Toda la energía ingerida en los alimentos se había escapado.
No pudo sentarse… no había lugar. ¿Cómo podía ser que no hubiera lugar para ella? Y para qué decidió usar algo tan vulgar y tonto como un colectivo. Es rica, tiene chofer, ¿por qué se molestó en usar el molesto transporte público? El sucio, el vulgar, el repleto de gente que transpira, colectivo de plebeyos, de resentidos. La mano hacia arriba, como adherida a la barra de metal, como parte de la barra, Georgina ahora es “la mujer de la mano-barra”: una súperheroína al estilo de Batichica o una súpervillana de menor categoría que Gatúbela.
Un habitué de un bondi debe caer en este tipo de fantasías para evitar el agobio que propina el colectivo. Delirarse un poco: evita enloquecer de dolor al notar demasiado como despiertan de su suave modorra las glándulas del sudor, y van colando desde sus bocas quiméricas unas gotas de una saliva espesa y caliente que mina el vello, el pelo y cae en la ropa que hay debajo de cada extremo corporal como un chico caprichoso cae hacia una colchoneta húmeda de resina o vinagre.
Pone cara de asco, de molestia, todos son gordos, obesos. Viejos., Y ella es joven, tiene cintura de insecto, manos de joven bruja, que no pueden enrojecerse con la furia de una barra que quiere escapar de ella a cada envión y vaivén de la bestia de metal que la conduce hacia… ¿dónde? Luis no sabe. O sea que nadie sabe. Porque ella solo le dice “Me voy con las chicas, no quiero decirte donde queda el lugar, así que no me preguntes”, y juega un poco a la adolescente que le miente a papá sobre salidas de mujeres para ir a gozar a la casa de los varones, de las remeras que dibujan espaldas anchas y gruesas, de los calzoncillos o de las sabanas finitas que también huelen a sudor, y terminan representando un jovial emporio de fluidos cuando ella se va como una hechicera, pero… otra vez aparece la palabra sudor. El calor es agobiante, y Georgina esta empapada, sobretodo en los senos, su ropa interior pesa, cepillarse el pelo ha sido demasiado en vano. ¿Es esto el delirio colectivesco? No hay que salirse de la pregunta iniciática, ¿Por qué eligió esa tortura? “Soy una militante de la no rutina”, se contesta Georgina, mirándose al espejo en el techo, cerca del conductor que le mira las piernas. En el espejo, ahí Georgina contesta lo que una mujer que la ve hablando sola se debe preguntar todos los días.
Entró alegre, llena de sudor, un sudor que el instante en que se queda quieta como una gata ante la hipnosis cura a medias, con una ráfaga de aire acondicionado que la reconstituye un poco. Luce una pollera elegante de tiro alto, una blusa blanca, una gargantilla. Igual que las demás amigas, con polleras de tiro malto, con gargantillas, con todo lo demás.
Mica hacía bastante que estaba desparecida, y ahora que está casada su marido la regaña si se va todas las mañanas a ver a sus amigas; Sonia es una buena mujer, pero es una pelotuda, con Elena y Maru es con quien mejor tiene relación. Maru es una mujer tan elegante, y Ernesto es el único hombre al que un grupo de mujeres dejaría entrar a una mesa de desayuno.
_ ¿Cómo te sienta la vida de casada Mica? _ le pregunta Georgina.
_ Bien… bien _ dice Mica, tranquila, serena, sonriendo mucho, como el cadáver de Julieta que cuelga desde el balcón.

Luis despertó. Más bien abrió los ojos. Seguía soñando con Georgina, con la mujer que no estaba, que se había ido, con la que había hecho el amor hasta hacía una hora. ¿Dónde se iba hoy? Ah, hoy era el día en que se juntaba con las amigas. Ya ha habido discusiones por este tema, pero ella quiere ir con las amigas. “¿Dónde es la confitería?” le pregunta siempre Luis. “No me preguntes, porque no te quiero decir” dice Georgina, que se hace la nena y sale corriendo con sus pasitos sonoros. Es chistosa, “Quiere jugar a ser la chiquita”, se dice Luis. La conoce demasiado, aunque es mentira que la conoce.
Se levantó, dejando rodar por entre su cuerpo la seda blanca de la sabana que cayó en un enrosque al suelo, como una serpiente a la cual la han atravesado con un trozo de la vida que se ha dedicado a robar; cuando su desnudez tan compacta chocó contra la imagen del espejo, recordó cada movimiento, cada posición, cada mirada de reojo hasta ese mismo espejo, investigando las figuras contra la luz tenue del velador, dos pares de piernas finas como escarbadientes de piel, o quizás es que están lejos, huyendo de una mano que se estira para alcanzarlos y que sale del reloj.
Se visitó con prisa, aunque no tenía que ir a ningún lugar, y al salir de la habitación sintió, como siempre, que el aire le faltaba. Se peinó con las manos, rizos negros se le escurrían por las aberturas entre dedo y dedo.
_ Mabel _ llamó Luis _ Venga, por favor.
Y Mabel, una sirvienta de lo más sumisa y triste, caminaba con prisa pero con miedo, con los ojos hacia abajo desde la vez que Georgina le pegó, en un arranque de furia.
_ ¿Qué quiere, señor?
_ Que se siente conmigo. Eso, siéntese. ¿Sabe lo que me preguntó hoy mi mujer al levantarnos? Coma, coma, Mabel, ¿Quiere té? Sírvase. Me preguntó dónde había conseguido este perfume. Y casi le contesto por ves número setenta y ocho lo mismo que le contesto cuando me pregunta lo mismo: “Me las regalo un amante”. ¿Qué me cuenta?
_ Ah…
_ Porque a mí no me lo pegan mis amantes los olores, Mabel. A mí me regalan perfumes directamente. Con la cajita y todo, con el envase, el frasquito lindo, todos perfumes caros… ¿Vió?
Mabel no contestaba. No era la primera vez que su patrón la invitaba a la mesa desayunar mientras la señora se iba por ahí. Mabel era muy pobre. Y además descuidada, su pelo enmarañado, lavado solo con agua, y Mabel, tan tonta, de no lavarlo aunque sea con jabón. Qué mala Mabel. Y qué tonta. Cualquiera en su situación estaría honrada de que su patrón la mirase. Y que la invitara a desayunar. Pero no, ella se siente incómoda. Porque no es “Lo suyo”. No es “para lo que la llamaron”.
_ Mabel, ¿por qué cada vez que hablo sobre cosas caras o importadas o lujosas usted me pone esa cara de asco?
_ No, señor, le juro yo que…
_ No, usted no tiene que jurarme nada Mabel… ¿Están ricas las tostadas?
_ Sí, señor.
_ Las preparó usted. Me imagino que no preparará nada que no le guste.
_ No, se…
_ Porque, ¿sabe otra cosa?… Sería despreciarme prepara algo para que me guste cuando ni siquiera le gusta a usted. ¿Lo sabe?
_ Lo sé muy bien señor. ¿Quiere que le prepare la habitación?
_ Qui…
En ese momento sonó el teléfono, y los ojos de Luis se llenaron de algo pesado, denso y brillante. Todo pareció quedarse quieto, ya estaba quieto, pero pareció quedarse aun mas quieto. Pareció quedarse muerto. Pareció quedarse agonizando pero quieto. Pareció estar al borde de una extraña eyaculación, lenta, prolongada, apretada. Pero el teléfono seguía sonando.
_ Quiero que contestes el teléfono, Mabel. Pero rápido… y seguimos charlando.
Mabel no dijo ni siquiera “Sí, señor”. Solo se disparó hasta el teléfono y lo tomó con sorpresa, como si en su vista hubiera visto un teléfono.
_ Hola… Sí… Un segundo… Señor (Dijo entre suspiros) Es para usted. Es la señora Georgina.
Luis se levantó, de lejos parecía en la negrusca pasta de la oscuridad, que una cabeza pálida flotaba en el ambiente, como cercenada y arrojada a un vacío. Se movió hasta allá casi volando, con sendos movimientos de insecto, y tomo el teléfono de un tarascón, porque sabía que Georgina estaba del otro lado. Miró a Mabel.
_ Mabel, téngame la habitación de huéspedes preparada por las dudas. Y sí, haga la habitación tenue, la de la señora y yo. Antes de salir quiero que use uno de esos perfumes. Ah, Mabel… Es obvio que esta llamada es para mí, ¿Para quién va a ser? ¿Para usted? ¡Ah, no, que tonto! Para mi señora también. Aunque ella salió, mi esposa salió. De hecho es mi esposa, ¿no?
_ Señor… _ replicó Mabel, con ojos vidriosos, pero antes de que pudiera replicar contra el amo, Luis le dio la espalda a su sirvienta y puso el y tubo del teléfono en su oído; a Mabel no le quedó otra salida que irse de allí. Hacia arriba. Hacia la habitación tenue.
_ Hola.
_ Hola _ hablaba Georgina desde un teléfono público, uno de los pocos que funcionaban en quién sabe cuánto a la redonda. Distancias, bah. Georgina no media nunca distancias, porque se olvidaba de las cercanías si lo hace. Un poco fastidia por ver volar a las palomas, y amargada porque un niño le vino a hablar sandeces hasta que su mamá lo zarandeó para que siguiera caminando, usaba el tubo en su cara de forma peculiar: mas parecía que su brazo era una pata de lechuza, chueca, enredada contra su cuerpo, y arrojaba su cabeza contra su hombro, apretando el tubo, como si no pudiera usar las manos y se le estuviera cayendo. Pero no, ahí estaba la mano derecha, fina, perfecta, blanca, limada, acariciando el tubo con delicadeza pero rigidez, rasqueteando con una uña la parte verde.
_ Bueno, ¿y? ¿Qué pasa?
_ Primero quiero saber si estabas…
_ Desayunando con Mabel, mi querida Mabel, que ahora se aleja por las escaleras. Hasta nuestra habitación.
Georgina sonríe. Solo un minuto después muerde su labio con rudeza, y deja una marca desprolija.
_ Tengo algo. Es un chico.
_ ¿Un chico?
_ Sí. Es un primo de Mica. Primo, algo así.
_ ¿Quién es Mica?
_ Mica, mi amiga. Bah, amiga, una de las chicas. La recién casada.
_ Qué ternura me das.
_ ¿Cuándo?
_ Hoy no. Quiero estar un poco solo, tranquilo.
_ ¿No? ¿Hoy no?
_ Hoy no… ¿qué tal el viernes?
_ El viernes, perfecto.
_ Genial. Tengo datita, pero no voy a pasártela por acá _ esta vez la sonrisa es amplia y contundente.
_ ¿No estás lejos no?
_ ¡No te voy a deciiiiiir!... ¿Quién te regalo el perfume que te sentí hoy? Es muy rico. Muy de varón. Me gusta.
_ No seas puta _ sonríe Luis, con finura.
_ Soy puta. Es terrible, no puedo parar. No puedo parar de ser puta.
_ Vení ya para acá…
_ Si me decís quién fue.
_ ¡Dale, perra!
Tu, tu, tu, tu…
Cortó.
En eso viene Mabel. Se nota que ha estado llorando.
_ Señor…
_ ¿Sí, Mabel?... Mabel, qué bien huele.
_ …
_ …
_ Gracias. Es rico su perfume.
_ ¿Se puso el mismo que yo no? ¡Sí, es el mismo! ¿Le gustó?
_ Sí.
_ Cuando me sobre muy poco puede quedárselo entonces.
_ Señor, yo le pido por favor, no quiero más hacer estas cosas… _ se largó Mabel a llorar, sin contenerse, casi sin hacer esfuerzo, como si la situación extraña y traumática le diera todo el derecho del mundo. Luis la abrazó, le levantó su cara, de belleza indígena, y la beso con rudeza, tanto que el beso pareció grosero al lado del llanto de Mabel, que es bajita y se encogió rápidamente dentro del abrazo de Luis.
_ ¿Por qué estás así, Mabel?... Vamos a seguir así, ¿sí? Me calienta que llores. Me haces sentir un hijo de puta. Me encanta. Pensar que yo solo quiero darte un lujito.
_ No es correcto, Señor. ¿Qué va a decir la señora Georgina?
_ La señora Georgina no es problema tuyo, y no sabe además. Mostrame las tetas.
_ ¡Por favor!
_ Shhh, callate negrita. Callate que me ponés peor.
La arrastró. La arrinconó contra la mesa del desayuno, a medio terminar, derramando la leche de la jarra sobre la bandeja, y su mano suave desabrochó su uniforme correcto, típico, blanco y bordó, y fue fácil estirar la mitad del corpiño, la mitad del corazón, y sujetar la piel oscura, agarrar con toda la mano la carne suave de la teta que lo alimentó durante los minutos que duró el placer, el calor, y el asco dentro del cuerpo de Mabel como dentro del cuerpo de una poseída inmóvil. Las lágrimas fueron una escalera hasta el jadeo y hasta un gemido que tardó en llegar, sujetado a los barrotes de las cuerdas vocales. Luis coronó todo con otra mano bajo la pollera, y después del desayuno, se encerró en la habitación tenue a esperar lo que fuera, a esperar quizás la venida de Georgina, nueva, belleza, con noticias.

_ ¡Viene hoy a la noche! _ gritó Georgina, entrando y dando un portazo con alegría. Se quitó la ropa a tirones, acalorada, hasta quedar en bombacha y corpiño, y tiro todo por todas partes, canturreando una canción  nueva que más o menos le gustaba o al menos se le había pegado. Todo ese carnaval mientras Luis la miraba con asombro, con enojo y un poco de incertidumbre, sentado en el sillón contra la ventana (siempre tapada).
_ ¿Cómo que hoy?
_ Sí, porque me dijo que el viernes no puede.
_ ¡Te dije que hoy no quería a nadie! _ gritó Luis, levantándose de golpe. Georgina lo vio altísimo, cansado; harto. Eso le encantaba, había logrado sacar a papá, al hermano menos, al adulto. Luis la miro con ira: verdaderamente era una mujer hermosa y toda suya, aunque la compartiera, no importaba. Eso lo hacía enojar más, era hermosa mientras lo provocaba, mientras es encaprichaba como una nena.
 _ Pero lo quiero conocer. Es muy bonito. Y yo sí tengo ganas… ¿por qué no te dormís una siesta así estás bien para cenar? Para después, para la noche. Hoy use el colectivo, ¿sabías? No lo usaba desde las únicas dos veces que lo use en mi vida. Es un desastre, creo que no quiero usarlo nunca más. ¿Para eso paga uno los impuestos? ¿Para movilizarse como un animal? Tiene que aprender uno a manejar a los tres días que nace porque el transporte público es una amansadora, ¿O no?... ¿Qué estas mirando, amor mío?
Luís la miró un momento, y ella también lo miraba, con gracia y ternura. Se sonrieron los dos finalmente, riendo. Luis se recostó en la cama, exhausto, almibarado por la sensación de querer descansar. Como si Georgina hubiera pronunciado un conjuro con amapolas, sintió rápidamente el deseo de dormir.
_ Eso. Dormite, en un rato almorzamos juntos además, ¿O no?
_ Sí. Vení vos también.
_ ¡Ayyyy! ¡Qué amorosho es mi esposho! _ gritó Georgina, arrojándose a la cama, colocando los fuertes brazos de él alrededor de su fino cuerpo blanco, y arrancándose el corpiño con su ayuda. Luis, nuevamente, recordaba toda la adoración hacia ese ser, mujer-saltamones.
_ Siempre recuerdo por qué me enamoré de vos.
_ Porque soy hermosa, lo sé… ¡Jajaja!... Una nueva visita. Una nueva visita a la habitación, amor. Qué ganas tenía.
_ ¿Tenés una foto?
_ ¿Para qué querés una foto?
_ …
_ … ¿Qué? _ sonrió Georgina.
_ Para ver cómo es.
Georgina sonrió aun más. Lo miro fijo, sospechosa, pero él hizo un esfuerzo para no parar de sonreír, se recostaron, y no despertaron de un sueño maravilloso hasta que Mabel golpeó la puerta para llamarlos a almorzar.

A esa hora, en otra parte más o menos lejana de la casa de Georgina y Luis Fernández, Betty (cuyo nombre real no era Betty) era asesinada a sangre fría. Había sido amante de Luis durante dos años y cinco meses.



miércoles, noviembre 30

Prólogo: la pequeña anécdota de la llave.

_ Hola.
_ Hola…
_ …
_ …
_ ¿Sos vos, no?
_ Sí. Ya ni te acordás de con qué tipo pasás la noche…
_ Ah. Igual lo supuse porque creo que sentí tu perfume. Nunca me dijiste, aunque te lo pregunté un par de veces, dónde lo conseguiste.
_ ¿Por qué querés saberlo? ¿Tanto puede interesarte, Georgina?
_ Ayer, me quedé sola todo el día, toda la tarde en esta habitación. Charlando, sola, charlando con el velador.
_ ¿Por qué estabas así cuando llegué, Georgina?
_ No sé por qué. De pronto sentí una necesidad horrible de no salir nunca más de acá. Y creeme que no saldría si pudiera. Cerré la puerta con llave, guardé la llave en el cajón, te aseguro que sentí regocijo de hacerlo. Mientras lo hacía, lo hice muy despacio, contando los movimientos que hacía mi mano, mis dedos girando la llave, que además es la llave que más me gusta, es hermosa y antigua, y larga, y elegante, cuando sentí el sonido de la cerradura, el “chik” que avisa que ya está, que te encerraste, que te separa un abismo del mundo exterior, que empieza por el pasillo hasta la escalera, y sigue por la escalera hasta el salón, del salón al recibidor, del recibidor al frente de la casa, y de la casa a una calle infinita que no sabés dónde te va a dejar, porque las calles son como un colectivo, y uno es un idiota que se cree muy vivaracho sabiendo los nombrecitos de los cartelitos, como si eso lo salvara de perderse de verdad… Confieso que estuve nerviosa hasta que cerré la puerta. Cuando la cerré, de pronto tuve todas las respuestas a las preguntas de mi vida. Sentí a través de mis dedos lo firme que estaba la llave dentro de la cerradura, inmóvil, concentrada en esa tarea de parar el mundo con las manos. Sonreí, si vieras vos cómo. Como una idiota, o una loca, y mi cara era la de una mujer que ha perdido el juicio. Que ha perdido todo menos la llave que agarra firmemente entre sus dedos. Cuando me sentí a salvo de todo… la saqué de un tirón, y de pronto la sentí ligera… pero sola y confundida, como quien es abandonado a los pies de un orfanato muy poquito después de salir de un útero de esos que salen en las revistas, de esas modelos raquíticas y estrechas…
_ ¿A dónde querés llegar, Georgina?
_  Shhh, esperá, todavía no termino.
_ Me das miedo cuando empezás a hablar así.
_ Yo siempre te doy miedo, pichón. Creo que por eso seguís casado conmigo. Luis, espero date miedo para siempre. Espero que el miedo que me tenés se compare al miedo que tengo yo a salir de esta habitación. O el miedo que tengo a un día ser pobre y tener que salir de acá porque alguien más se quedo con mi casa, y tener que salir a la calle a trabajar, a pedir, a rogar por plata o comida. Eso me aterra, Luís.
Georgina, que nunca había sido una mujer ordinaria, lucía más loca últimamente. Luis siempre pensó que ella era una chiflada, una deficiente, una mujer que pendía de un hilo, y que con los años su locura crecería (Le duele admitir que todo lo que ahora vivía de sus delirios, lo anticipó a la tercer semana de casados, cuando Georgina empezó a insistir con que cambiaran su estilo de vida). Cuando el padre hizo el último empujón porque se casaran, la aventura que esa unión prometía pareció ser el único consuelo de Luis. La certeza de que con esa mujer hallaría no la soledad, y quizás no la felicidad, o quizás ni siquiera la realización, pero seguramente vértigo.
Ahora, en la cama, tras horas de hacer el amor, conversan acerca de cómo Georgina se había encerrado (y no sería la primera vez) para ponerse a salvo del mundo conocido. Luis y Georgina, por otra parte, lo que menos exploraban era el mundo conocido.
_ No me interesa conocer el mundo, Luís _ le dice Georgina, con ojos negros, melancólicos, de manicomio _ Acá… quiero estar acá con vos. El resto vemos… ¿sí? _ le dice, desorbitada, tocándole el mentón con la punta del dedo índice como una garra.
_ Bueno… _ dice Luis, dándose por vencido_  ¿Qué más pasó ayer, cuando…?
_ Nada. Conté los pasos, los que hay… los que hay desde la puerta hasta la mesa de luz. Uno… dos… tres… ¡No, dos y medio! Dos y medio si son pasos largos. Y hasta cuatro pasitos si son pasos muy cortos, “pasos económicos”. Hice todo con la llave entre mis manos. La agarraba, escudriñaba, ¿sabés? Como las ratas en los rinconcitos muy oscuros, tocaba la forma, cerraba los ojos y dibujaba en mi mente la llave, en mi cabeza. Era mi llave soñada… Cada paso… Cada milímetro, ¿sabés? Cada pequeña célula de la distancia que iba comiendo mi caminata… me sentía un año luz más lejos de todo lo que había al cruzar la puerta. Seguía riendo, como cuando reía de chica con mi hermana, cuando jugábamos a esconder las cosas. ¡Jaja! Qué risa. Abrí de una forma muy piadosa el cajón de la mesita de luz…  y dejé caer la llave. Y mi mano se sintió rara, y empezó a temblar como si sintiera frio después de soltar una cosa tan necesaria y útil como una llave. Se sintió vacía, ¿sabés como se sintió? Como si alguien hubiera contado todos sus secretos. Todos los secretos que hay dentro de mi mano. Sintió como si tuviera que ponerse  a salvo del frío que hay afuera… ¡Jajá, no te rías!
_ No me río… _ pero los dos sonreían, y Georgina reía con una sonrisa perfecta, pura, de mujer mariposa o fuego ardiendo. Una luz tenue, la de siempre pululaba entre las sabanas, esculpiéndolas con la forma de la desnudez subyacente, y toda la enorme cama era a la luz del sombrío velador un recipiente lleno de yeso que aguardaba a un artista creador. Las pieles blancas de Luis y Georgina se confundían con lo espeso del blanco, salvo por el pelo negro azabache de ambos. Comenzaron a besarse, y antes de coger otra vez más, y mientras Georgina trepaba el enorme cuerpo hasta una oreja nerviosa, Luis, en vez de aprovechar que su mujer al fin había hallado el silencio masticando su oreja… decidió continuar. Siempre decidía hacerlo.
¿Por qué se quejaba cuando Georgina hablaba como hablaba? Él lo pedía, finalmente él lo pedía. Algo en ella reanudaba los votos de aventura que habían hecho en el altar una y otra vez, cada vez que en estos raptos Georgina declamaba los hechos, crónicas y aguafuertes de una mente enferma.
_Ahh…
_ Ahgg…
_ Y… ¿qué pasó al final…?
_ Me empecé a tocar. Mucho…
_ ¿Mucho?...
_ Sí… No puedo describir el miedo que sentí… Ah…
_ ¿Miedo? ¿Mucho miedo?
_ Quería que llegaras… que encontraras la puerta cerrada y me gritaras… Y gritaras mi nombre, quería escucharte decir “Georgina” y preocuparte… ah… Me saqué la bata y me acosté en la cama… y empecé a jugar a que mi mano era una llave. Y cuando me la metí otra vez hubo calor, y otra vez hubo secretos, y otra vez me sentí bien... ah…ahhh…
_ Estás loca.
_ Sí. Porque no me interesa nada más que poder guardar mis secretos… acá… ah ah ahhh…
_ Loca… loca… ¡Loca, loca, loca!
_ Ahhh…. Ah… Agg…
Con esa ya iban cinco veces que Luis se cogía a Georgina desde hacía ocho horas. Comenzó a sentir muchísimo hambre, y después de todo, se acercaba la hora del desayuno. Detrás de unas profundas cortinas que siempre permanecían cerradas, un sol caluroso empezaba a lamer con cuidado la punta de los techos, como si se tratase de un niño  y un chupetín. Pero el cansancio, a pesar del enorme y doloroso vacío en la boca del estómago, logro dormir a Luis. Georgina se quedó agotada también. Pero despierta. Muy despierta. Toco su entrepierna, su vagina secreta, y solo cuando confirmó que sus deseos habían sido ahogados por un maremoto de espermatozoides caníbales, pudo levantarse, colocarse una larga bata roja de seda (Regalo de Luis para el decimo aniversario) sacar la llave del cajón de la mesa de luz (esta vez, solo una llave, que tomo como si nada, como quien toma entre sus manos un pedazo de arcilla) y abrió las puertas de par en par. Miro hacia el fondo del ancho pasillo, elegante, lleno de detalles y de arte, y de colores apetitosos.
Se volvió hacia su amada habitación. Perfecta, la mejor habitación del mundo. Los cuadros que se aferraban a las paredes, la alfombra que cubría aquel trozo de suelo, las ventanas al fondo, perfectamente oscurecidas por el grueso terciopelo azul marino, solo una luz, la del tenue velador que se zambulle en la cara angulosa de fina nariz y pómulos pronunciados que hay debajo de esa saludable masa de cabello negruzco.
De pronto las ganas de a poco volvían. Saldría a la calle. Se vistió muy coqueta, avisó a la mucama que desayunaría afuera y tomó la calle amplia que de a poco se iluminaba e iba abandonando el frío. Iría a la confitería de siempre, donde encontraría quizás a las amigas de siempre. ¿Encontraría algo nuevo esta semana? Mientras se alejaba de su hogar y de su habitación, la embargaba de a pasitos un repentino y risueño espíritu aventurero.